Siglos de historia, una obra colosal de ingeniería y el espectáculo panorámico, mitigan el cansancio por el ascenso. Para ruborizarnos, legiones de ancianos chinos, cuando menos septuagenarios, también agotados pero sin detener la marcha.

Estamos en la Gran Muralla China. Emociones, concierto de idiomas y rostros de distintos orígenes, junto con la historia, deslumbran en parajes tan remotos del mundo.

En el grupo de periodistas en el que me encuentro, hay una suerte de alegría suprema al tocar la cima.

¿La cima?

Apenas uno de los puntos elevados en estos 7,000 kilómetros de muralla. Sin embargo, no somos los únicos que celebran, toman jugos, helados o agua. Y todos, sin excepción, nos llevaremos más de un souvenir.

No hay mucho más que decir. Los detalles de la Gran Muralla China aparecen en libros y enciclopedias por miles. Habría que resumir su levantamiento y reconstrucción entre los siglos V antes de Cristo y XVI de la Edad Moderna.

Patrimonio de la Humanidad de la Unesco en 1987 y una de las nuevas Siete Maravillas del Mundo Moderno en 2007, esta fortaleza fue construida por el Imperio Chino a lo largo de numerosas dinastías para repeler ataques de nómadas de Mongolia y la Manchuria.

En mi estancia, tuve el privilegio de ingresar por una de las tres puertas de la Muralla, el Paso Juyong (en el norte) en la zona de Badaling, defensora de Beijing en la Gran Muralla.

La joven amiga china Li Na me ofrece más detalles en la subida que alcanzo a escuchar jadeante. Al final, en el descanso y con pocos deseos de emprender la bajada, vendrá en la autopista otra hora y media de camino de regreso a la capital china.

En las reflexiones viajeras, las palabras de Li Na en su accidentado español, el impacto de la cultura milenaria del gigante asiático y su impresionante desarrollo general, subrayan los aires de superpotencia que se respiran en estos lares.