Salvo una crecida en diciembre de 2010, siempre me ha parecido el Sena muy apacible. Ni siquiera el intenso flujo de yates y lanchas a lo largo de París alteraron su curso y las olas, provocadas, apenas salpicaron los embarcaderos.
Nueve décadas atrás, empero, estuvo a punto de arrasar con la Ciudad Luz, arropada en la imaginación de góndolas venecianas después de perder sus adoquines y con el desborde del agua a 8,50 metros.
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