Llegó la nieve a Santiago de Chile en julio de 2017 y el hecho se convirtió en una fiesta. Familias enteras desafiaban las temperaturas gélidas y se lanzaban al jolgorio en parques y cerros, muchos acercándose lo más posible a la espectacular Cordillera de los Andes.
Los termómetros llegaron a marcar hasta -6 grados Celsius en algunas comunas periféricas de Santiago y durante por lo menos seis días, nunca los amaneceres superaron los 0 grados.
En la principal urbe chilena tuvo lugar la mayor caída de cellisca en 45 años. Un hecho poco frecuente que, sin embargo, se repite habitualmente en el extremo sur de su vasta y angosta geografía.
Peor fue en Lonquimay, una comuna de alrededor de 10 mil habitantes en la sureña Región de La Araucanía, donde el tiempo se mantuvo en una fecha a -17 grados Celsius y el promedio en el curso de una semana fue de -13 grados.
Mientras todo esto sucedía, también más de 300 mil personas permanecían sin electricidad, algo insólito y paradójico en Chile: para terremotos y hasta tsunamis existe una preparación casi impecable, pero con apenas unas lluvias y nevadas, el país austral colapsa.
Es un asunto recurrente con las lluvias y la pregunta del momento es si la nieve, que circunda a la capital chilena por todas partes y posee un bello Centro de Esqui a poca distancia (Valle Nevado), añadirá un nuevo problema, al margen de las postales familiares. La respuesta queda en manos del cambio climático.
Cosas del cambio climático. Las tempetaturas andan como locas en muchos lugares del mundo.
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No sabría decir con certeza, pero lo cierto es que los veranos son más cálidos, al menos en Chile, y este invierno rompió récords de temperaturas bajas.
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