Invisibles

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Su trabajo es muy simple: ascensorista. De pocas palabras, soñoliento casi siempre en las tardes, ni siquiera lee periódicos o revistas. Tampoco se maneja con los teléfonos celulares. Su rutina laboral está ceñida a dos momentos: los recesos para la merienda y el descanso de media hora de almuerzo.

Más allá, los consabidos saludos matinales o de buenas tardes. Comentarios del clima y el fútbol, lacónicos para no variar. Y la esperanza de entender, cuando alguien le explique, a qué juega la política en este mundo.

Vicente pregunta, eso sí, bastante y con curiosidad. Gusta indagar de la vida de los otros, con respeto aunque sin modales. Mi abuelo español lo hubiese llamado “un pobre infeliz” y yo lo ubicaría dentro de los tantos invisibles, de vidas pequeñas pero reales.

Con una familia numerosa, se considera privilegiado por tener trabajo. Se levanta cada día a las cinco de la mañana, consume cuatro horas en viajes de ida y regreso, siempre de la casa al trabajo y viceversa, de lunes a sábado.

Hace poco andaba exultante y nervioso. Por primera vez en su vida iba a viajar en avión. Un trayecto de 80 minutos, al sur de Chile, acompañando a su hija quinceañera. Regalo a la adolescente y de paso, un cierto premio para el cabeza de familia.

Luego volverá a la cotidianidad de subidas y bajadas. A esa mirada perdida que sólo atina a depositarse en los botones del ascensor la mayoría de las veces.

Vicente tendrá interlocutores fugaces en el edificio donde trabaja, pero ya en la calle, volverá a ser invisible, como muchos otros.

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