No eran famosos ni tampoco pilares fundamentales de los equipos estadounidenses, pero tenían el “pedigrí” de los “genios” del deporte. En 1978 y 1983, respectivamente, Earving “Magic” Johnson y Michael Jordan comenzarían a firmar dos de las carreras más exitosas del básquetbol en la historia.
Lo curioso es que pocos vislumbraban entonces el vertiginoso ascenso de dos de las futuras leyendas vivientes de la disciplina, inventada por el profesor de educación física James Naismith en 1891 en la YMCA de Springfield, Estados Unidos.
A “Magic” Jonhson lo “descubrí” en Atlanta en 1978 en ocasión del Torneo Mundial de Baloncesto por Invitación. Con 19 años era ya un gigantón de 6 pies y 9 pulgadas (2,06 metros). Me llamó la atención su estatura en posición de base.
Le comenté a un reputado técnico latinoamericano del jugador procedente de la Universidad Estatal de Michigan, en torno a su talla y la rareza de contar un defensa tan alto, y su respuesta fue tajante: tiene que ser un bluff para intimidar …
Pero no era una fanfarronada. Earving Johnson recibió el apodo de Magic por su extraordinaria habilidad para los pases, que a lo largo de su carrera siempre resultaron desconcertantes y sorprendentes para sus rivales.
Cierto que alternó en otras posiciones porque desde que pactó con Los Angeles Lakers en 1979, se convirtió en una pieza indispensable para el colectivo y también, como integrante de lujo del mítico primer “Dream Team” en los Juegos Olímpicos de Barcelona-92.
Un detalle: Magic Johnson compartió filas en la cita del 78 en Atlanta, Chapel Hill y Lexington con Larry Bird, quien sería luego su archirival como alero fuera de serie de los Boston Celtics.
La notoriedad aumentó con su drama personal al contraer el virus del VIH que hizo público en 1991, aunque se mantuvo activo algún tiempo después en la NBA y fue a Barcelona en esas condiciones. Sigue con vida y dedica tiempo como activista para hablar del SIDA y sus peligros.
-Michael Jordan-
Sin comenzar la liza del básquetbol masculino de los Juegos Panamericanos de Caracas, Venezuela, en 1983, el nombre de Michael Jordan se había convertido en una obsesión.
Neoyorquino, demasiado proclive al espectáculo sobredimensionado cuando todavía no era una estrella, “Air Jordan” impactó con su estilo en Caracas aunque con más alardes que juego vistoso. A los 20 años necesitaba madurar.
Escolta de 1,98 metros deslizaba en las canchas habilidades de un prodigio. Veloz, hábil con el manejo del balón y con fintas de gran dinámica, adolecía, empero, de precisión en los lanzamientos a corta y media distancia.
Cuestión de meses. Luego de contribuir a la medalla de oro panamericana de Estados Unidos, Jordan daría los primeros pasos para convertirse probablemente la figura de todos los tiempos de la NBA.
En 1984, después de ser despreciado por las franquicias del Houston Rockets y del Pórtland Trail Blazers, fue a parar al Chicago Bulls, equipo con el cual ganó seis anillos y 10 títulos de máximo anotador.
El resto muestra el palmarés brillante de un basquetbolista singular, sui-géneris, capaz de anotar 30 puntos por partido, “ingardeable”, “intratable” en sus disparos y con el talento de los elegidos para el deporte de las canastas.
Fue compañero de aventuras de Magic Johnson en el Dream Team de 1992 en la Olimpiada de Barcelona.
Dos pilares del baloncesto mundial. Sencillamente dos fuera de serie. Un gustazo verles jugar. Mis felictaciones.
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De pronto Kobe Bryant, que es sensacional y fuera de serie, pero no creo que llegue a la excelencia de esos dos monstruos.
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