Sentado frente a una piscina coqueta, objeto del deseo casi prohibido pero venerado en Pretoria, la vegetación sui-géneris y el cántico de los pájaros no siempre apacible, dibujaban el ambiente perfecto para escribir crónicas africanas.
De hecho palomas y pajarillos musiqueros emitían sus habituales sonidos aunque con mayor intensidad, tal vez con el ánimo o el escozor de los amaneceres gélidos del invierno austral de Sudáfrica.
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