Me empiezan a sudar las manos. Un hombre de piel oscura camina hacia mí con una capucha sobre su cabeza. Espigado, de paso firme, acrecienta mis temores ante la inminencia del cruce.
Cuando más se aproxima diviso mejor su rostro. Ahora creo que tiene rasgos árabes y mueve sus dedos con la V de la victoria. O será que dibuja la señal del terrorismo de ISIS con el índice.
Al final ni una cosa ni la otra. Es un pelirrojo lleno de pecas que me regala una sonrisa bonachona y un amable Good Morning. Estoy en Fort Lauderdale, Estados Unidos, un día después de la masacre ocasionada por un demente, un terrorista o un marginado de la sociedad. Da igual.
Lo dramático y terrible es que asesinó por lo menos a cinco personas inocentes y provocó el pánico en el aeropuerto de Fort Lauderdale.
La hermana de un amigo vivió en carne propia el terror. Después de despachar su vuelo, fue conminada a abandonar la terminal aérea en estampida, ante la supuesta presencia de otro pistolero. Dejó atrás su maletín de mano, su cartera con pasaporte y dinero, y un zapato. Se salvó dentro de una falsa alarma, pero estuvo varios días varada en Fort Lauderdale.
Hemos llegado al estado natural de paranoia altamente justificada. Aviones, trenes, autobuses, aeropuertos, terminales de pasajeros, centros comerciales, restaurantes, bares, cafeterías, celebraciones masivas, conciertos, eventos deportivos (…).
Ciertamente estamos en una encrucijada en el mundo sin precedentes. Muchas cosas andan mal y los políticos se resisten a hacer cambios verdaderos para la inclusión social.
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Y sin embargo, uno transita por los aeropuertos de la forma más relajada posible, porque la vida continua.
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