Un café a las cuatro

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Simpatizamos apenas conocernos pero ninguno de los dos mostró inclinación a dar continuidad al encuentro. Luego de conversar del tema favorito de casi todos los humanos, el clima, se me ocurrió el clásico café. A las cuatro, dije por una superstición que tengo con el guarismo.

¿Un café? me espetó sin remilgos. A las cuatro, repetí sin atinar a decir otra cosa. Al marcharme, ni siquiera fui capaz de fijar el lugar.

Con la amarga miel del fracaso en los labios y la frustración, decidí darme la cita yo mismo. No tenía con quien lamentarme ni tampoco era mi deseo contar mi ridícula actitud.

Consulté mi reloj el día convenido y dispuse tener tiempo libre de cuatro a seis de la tarde, por aquello de satisfacer mi ego. Sin pensarlo mucho, me dirigí al Café de Flore, en el boulevard de Saint Germain de París.

Era el sitio ideal. Tendría oportunidad de regodearme en historias de poetas y eso hice apenas llegar. Sin embargo, se trataba de un monólogo interior, en el cual repasaba la historia del Café de Flore: fundado en 1887, punto de encuentro de Guillaume Apollinaire con André Breton, Max Jacob y Louis Aragon.

Luego, favorito de Pablo Picasso, André Derain, pasando por Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Truman Capote y naturalmente de uno de los mayores exploradores de París en su Belle Epoque, Ernest Hemingway.

Pedí un espresso y dije, sin que nadie me preguntara, que esperaba a alguien. Mi imaginaria rendez-vouz daba para todo. Hasta que llegó la sorpresa.
sophiem
La vi ingresar sensual y atractiva con un vestido rojo. Las miradas se depositaron en ella y yo no salía de mi asombro. Sophie Marceau en persona, como si los años no pasaran por la otrora chica Bond y de Braveheart al lado de Mel Gibson.

Perplejo, comencé a preguntarme como la fortuna me había sonreído de tal forma de traerla al Café de Flore sin haberlo mencionado en nuestra corta conversación.

Se me abalanzó alegremente. Sin mediar palabra me dio un beso y acto seguido, muchos más… No atiné sino a mover la cabeza de un lado a otro, sintiendo una gran incomodidad hasta que sentí un ladrido.

Era mi perro Bali, deseoso de poner fin a mi plácido sueño.

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